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La psiquiatría es la única rama de la medicina que tiene vergüenza de usar la palabra 'enfermedad' para definir eso de que se ocupa; y por eso llama a sus afecciones como 'trastornos'; un eufemismo que traduce el vocablo inglés 'desórdenes'. ¿Qué 'orden' es el que se desordena cuando alguien es distinto de como se espera? ¿Qué saber autoriza al médico para 'clasificar' a los seres humanos entendiendo que padecen de 'trastornos de personalidad'; que son anormales o peligrosos y que requieren de 'tratamientos'? Queda claro que esa estrategia del lenguaje; de aspecto 'científico'; es una maniobra que forma parte de un proyecto de 'medicalización' de la sociedad; de 'psiquiatrización' de la vida; de atribución de un mercado del sufrimiento a una profesión que intenta manejar el malestar en la cultura con drogas producidas por las compañías farmacéuticas y con marbetes diagnósticos que descalifican a quienes los reciben pero que permiten la mutua comprensión entre los administradores. La empresa clasificatoria es la llave maestra para (uni)formar a los psiquiatras y estimular en ellos el sueño de explicar las dificultades de los sujetos como efectos de factores 'biológicos': los genéticos o las perturbaciones funcionales del cerebro como si se pudiese comprender una polonesa de Chopin estudiando el ADN del músico o las manos de Rubinstein o la centellografía cerebral del oyente. En mayo de 2013 se proclamó oficialmente el DSM-5; redactado por especialistas de la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos; un 'manual estadístico y diagnóstico' con el que se pretende 'unificar' y 'digitalizar' los diagnósticos para servir a los fines de la industria; el Estado y las compañías de seguros. Clasificar en psiquiatría exhibe y discute la última expresión de esa ominosa empresa de encasillar 'anomalías' que no se llegan a entender para encargar a la medicina el cuidado de las 'normas' y el 'orden'; dejando al derecho la relación con las 'reglas' y la 'ley'.